El Puente de Sheila

El solo hecho de pensar que tenía que salir de casa le producía un ataque: el corazón le latía frenéticamente. Empezaba a transpirar y no podía respirar…

5 Tiempo de lectura

Dr. Zev Ballen

Posteado en 26.12.21

El solo hecho de pensar que tenía que salir de la casa le producía un ataque: el corazón le latía frenéticamente en el pecho. Empezaba a transpirar y no podía respirar…

Cuando la hija de Sheila tenía seis años de edad, se interrumpió el servicio de transporte escolar a su colegio debido a que ellos vivían un poco más allá de la frontera. Sheila explicó: “Yo sabía que tenía que llevarla en el auto, pero era para mí una tortura. La llevaba a la mañana y apenas si aguantaba. Entonces me pasaba el resto del día pensando que a la tarde iba a tener que pasarla a buscar otra vez con el auto… ¡y eso bastaba para que me dieran veinte ataques de pánico por día! Era una vida horrible pero recurrí a todo tipo de recursos taimados para no revelarle el secreto a mi hija”.

Pasaron ya más de veinte años desde que empecé a trabajar con Sheila. Hace poco ella me llamó y ahora, a la edad de 65 años, ella quiere contar su historia con la esperanza de que ayude a los demás.

La agorafobia de Sheila empezó con un ataque agudo a la edad de 25 años cuando sus padres se mudaron a la costa oeste. Ella se había sentido muy apegada a su mamá, que era cariñosa pero un tanto “extraña”. Por primera vez en su vida, Sheila sintió que estaba sola. Ese mismo año se volvió agorafóbica.

Para la época en la que yo la conocí, Sheila había tenido esa fobia durante veinte años. Durante todo ese tiempo, había tratado muchas formas de tratamientos pero sin resultados. Ella estaba en contra de las drogas químicas pero estaba tan desesperada que al final se ofreció como voluntaria para un estudio del uso de una droga nueva.

Sheila describió uno de sus tratamientos: “El psicólogo nos llevó a un grupo de los voluntarios dentro de una comunidad para llevar a cabo una terapia de desensibilización in-vivo. Querían que nos enfrentáramos en forma directa a nuestros miedos para que perdiéramos nuestro condicionamiento a ellos. El problema era que yo era demasiado orgullosa como para admitir mi problema. Yo lo encaré haciendo como si “estuviera en control”. Y fue tan convincente que los demás me preguntaba a mí qué hacer. El psicólogo hasta se rió de que yo podía incluso dirigir el grupo. “Ellos iban mejorando, pero yo seguía igual de agorafóbica que antes”.

Y así continuó. El solo hecho de pensar que tenía que salir de la casa le producía un ataque: el corazón le latía frenéticamente en el pecho. Empezaba a transpirar y no podía respirar; todos los músculos se le endurecían tanto que hasta sentía dolor. Entraba en un estado de pánico y ella se sumía en un estado de náusea y mareos, pero el pensamiento más terrible era que iba a volverse loca.

Sheila se crió en un hogar judío secular. No le enseñaron las prácticas religiosas ni tampoco quería aprenderlas. Sin embargo, ella es una persona con orientación espiritual. Vale decir que cree en un Dios “según su propio entendimiento”, en un “poder superior” que es esencialmente bueno. Esto le confería a su personalidad un obvio optimismo, a pesar de su cada vez peor estado emocional.

Sheila comprendió que el primer obstáculo en su recuperación era su propio orgullo. Al principio no le resultó fácil aceptar la idea de que su recuperación solamente iba a poder llegar si se sometía a un “poder superior”. Al principio, incluso la más leve “relajación” era percibida como una odiosa sumisión y una intrusión a su necesidad de controlar su propio curso de acción como si fuera un vigilante. Tras varios intentos, ella empezó a sentir que los músculos se relajaban y a respirar profundamente. Eso la ayudó a darle el crédito a Dios, que estaba premiando en forma inmediata con un tangible alivio de la tensión la disposición de ella de “dejarse ir”, de “aflojar”. Con el tiempo ella empezó a disfrutar esa liberación de control, dejando que “Dios” tomara el timón. Por ejemplo, ella experimentó la diferencia entre hacer el esfuerzo para respirar frente a dejar que Dios le diera el aire para respirar.

Impulsada por su total incapacidad de manejar la vida, Sheila se volvió receptiva a las imágenes visuales que le enviaba su “Poder Superior” para guiarla. Ella empezó a creer que Dios le estaba enviando Su Sabiduría Divina durante sus estados de relajamiento.

Un día le pregunté qué imágenes le venían a la mente. “Veo un puente de pie”, me dijo. “El puente pasa por encima de un río. Del otro lado del puente, hay un campo abierto y después del campo, hay un bosque”. Yo le pregunté si estaría dispuesta a cruzar ese campo. Ella respondió: “Sí puedo dar unos pasos… pero no más que eso”. La alenté a que le pidiera a su “Poder Superior” que la ayudara a avanzar más. Le llevó tiempo. Practicó en su casa y empezó a informarme de pequeños logros en la vida cotidiana, pudiendo ahora viajar sin tanta ansiedad. Después de unos meses trabajando de esta forma, ella me anunció muy orgullosa que había llegado al consultorio… ¡manejando!

Este fue un punto decisivo: ella se dio cuenta de que había alcanzado un nivel de funcionamiento que no había podido alcanzar durante años enteros. Pero aun así, la Sheila de siempre no se habría dado por satisfecha mucho tiempo con este logro. Pero en vez de quejarse, esto fue lo que Le dijo a Dios: “Dios mío, ayúdame a aceptarme a mí misma con o sin ansiedad… ayúdame, Dios compasivo, a que tenga compasión de mí misma y no sea tan exigente conmigo misma… ayúdame a aceptar las cosas tal como son ahora… y por favor párame cada vez que empiece a desear que las cosas fueran de otra manera”.

Al cabo de unos meses, empecé a darle a entender que estábamos por llegar a la conclusión de nuestro trabajo en conjunto. Una vez, retornamos a la escena del puente colgante a fin de evaluar el grado de preparación de Sheila para parar la terapia. Esta vez, cuando le pedí que describiera el puente, ella se emocionó mucho. “¿Qué ocurrió?”, le pregunté. Y ella dijo con convicción: “¡Lo logré! ¡Ya no soy más agorafóbica! ¡Logré cruzar todo el puente y llegar al otro lado!”. Literalmente se puso a llorar de felicidad.

“De veras voy a estar lo más bien”. Ella continuó por el campo abierto y dio incluso unos pasos dentro del bosque. Allí se detuvo. Era suficiente.

Sheila me informa que no tuvo reincidencias de su fobia en más de veinte años. Hace seis meses, estando de compras en el shopping Macy’s (que siempre le había causado grandes ataques en el pasado), ella dijo: “De pronto empecé a sentir el pánico. No tengo la menor idea de dónde vino. Pero entonces le dije al pánico: ‘No te puedo creer… ¿otra vez tú? ¡Pero si tú sabes perfectamente que esto es absolutamente ridículo! ¿Ahora te acordaste, después de todos estos años? ¡Ja! ¡Dios, dile por favor a este ataque de pánico que se vaya al demonio!'. Y así fue como el pánico se fue volando… ¡Sabía que no le convenía meterse con Él!”.