El Baal Shem Tov a la Hora de Kol Nidrei

Los que estaban cerca de él notaban en su rostro una expresión de tristeza y angustia que se les contagiaba, pero nadie se atrevía a…

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Rabi Najman de Breslev

Posteado en 05.04.21

Los que estaban cerca de él notaban en su rostro una expresión de tristeza y angustia que se les contagiaba, pero nadie se atrevía a

El Baal Shem Tov a la hora de Kol Nidrei…

A la entrada de Yom Kipur, un silencio completo reinaba en la sinagoga; los ojos de todos los fieles estaban fijados en dirección del venerable Baal Shel Tov, vestido con su túnica blanca y cubierto enteramente con su Talit. Cada uno aguardaba el momento en que el eminente Rabino iniciara la oración sagrada del Kol Nidréi.

 
Los que estaban cerca de él notaban en su rostro una expresión de tristeza y angustia que se les contagiaba, pero nadie se atrevía a preguntar la razón de su agobio. Cuando recitó el Kol Nidréi, sabían que tenía un gran peso en su corazón y la emoción era doble.
 
Súbitamente, al empezar la oración de Arvit, una sonrisa iluminó el rostro del Baal Shem Tov y el alivio que sintió en aquel momento se propagó a todos, sin que nadie comprendiera qué ocurría en la mente de su querido Rabino.
 
Al finalizar el santo día de Kipur, el Baal Shem Tov explicó su actitud a sus discípulos: “Les voy a relatar lo que me fue revelado a la hora del Kol Nidréi y que tanto me afectó, y el feliz desenlace a la hora de Arvit que me tranquilizó”. En una aldea cercana vivía un judío muy religioso y honorable: El propietario de su casa era un aristócrata polonés que le tenía en gran estima y le consideraba como un amigo. Un día, sin haber sufrido ninguna enfermedad, el judío murió repentinamente dejando su mujer y un hijo pequeño. El fallecimiento de su marido le produjo tal choque que le costó la vida a ella también poco después.
 
El notable polonés trastornado por esta desgracia, consideró un deber tomar a su cargo el huérfano y se ocupó de él considerándolo como su propio hijo. Los años pasaron y el niño ignoraba que no era su hijo verdadero. Un día el hidalgo polonés organizó una fiesta en su propiedad; los niños jugaban en el patio, y estalló un pelea entre ellos; uno trató al hijo adoptivo de “judío”. El chico corrió a su “padre” llorando y le preguntó si era verdad que era judío.
 
– Mi querido hijo, le respondió con cariño el hidalgo, sabes bien que te amo y te trato como mi hijo. Cuando muera, tú serás mi único heredero. ¿Qué más puedo hacer por ti?
 
– Esto significa que no soy tu verdadero hijo. ¿Es entonces verdad que soy judío? ¿Por qué me lo ocultaste?
Luego añadió sollozando: ¿Quiénes eran mis padres? ¡Tengo el derecho de saberlo!
 
El hidalgo abrazó al joven con cariño y trató de consolarle: “Puedes estar orgulloso de tus padres, pues eran muy buenos y temerosos de Di-s. Tu padre era muy buen amigo mío, por lo cual consideré un deber adoptarte. Como yo no tengo hijos propios, a ti te considero y te quiero como un hijo verdadero.
 
Poco a poco el joven supo toda la historia de sus padres y al final le dijo el hidalgo: “Como eran humildes, no dejaron nada fuera de un pequeño paquete que conservo y que ya llegó el momento de entregarte”.
Buscó dicho paquete y se lo trajo. Mientras el joven lo abría, sus manos temblaban y su corazón latía. El paquete contenía una talega con letras bordadas con hilo de oro. En el interior de la talega había un velo de lana con flecos en las extremidades y un bolso pequeño que contenía dos cajitas negras con tiras de cuero y un libro. Ignoraba que se trataba de la Talit, los Tefilin y el Sidur de Tefila (libro de rezos) de su padre, pero conservaría estos objetos en recuerdo de sus padres que nunca conoció.
 
Desde ese día soñaba cada noche con sus padres, que le decían que ya era mayor y como era judío, debía retornar a su pueblo.
 
Aprovechó una ocasión en que el hidalgo salió en viaje de negocios, para recapacitar a solas sobre su situación a raíz de lo ocurrido. Ciertamente amaba al hidalgo y le estaba muy agradecido, pero al mismo tiempo consideraba como un deber sagrado el tomar contacto con sus hermanos judíos.
 
El sabía que en la cercanía había una aldea donde vivían unas cuantas familias judías. Salió de madrugada para no ser visto por ningún empleado del hidalgo que pudiese interrogarle, y se dirigió en dirección de la aldea. A su llegada, encontró a un pequeño grupo de judíos que se disponían a subir con sus bultos a sus carruajes. Se acercó a ellos y les preguntó:
– Buenos días señores, ¿van ustedes a la feria?
– ¡Oh no! le respondieron con tono serio, vamos a celebrar nuestra fiesta de Kipur y viajamos con nuestras familias a la ciudad más cercana a fin de poder rezar en la sinagoga con otros judíos.
 
El joven regresó pensativo a su casa: lamentó no haber traído el bolso de sus padres para mostrárselo y obtener una aclaración sobre su significado. Al mismo tiempo se hubiese familiarizado con ellos y les hubiese pedido explicaciones sobre Kipur.
 
Siguió reflexionando varios días y decidió tomar su destino en sus manos, y volver a su pueblo. Se informó sobre la localidad más cercana donde había una comunidad judía y preparó un bulto con vestimentas y un poco de alimentos. Antes de salir, dejó una nota a su padre adoptivo comunicándole que viajaba para visitar a unos judíos que había conocido.
 
Después de varios días de viaje llegó a dicha localidad, preguntó por la sinagoga y llegó a ella justamente en el momento que cantaban el Kol Nidréi. Se ubicó en un rincón cerca de la entrada. Se estremeció ante la escena de que fue testigo: todos los asistentes estaban cubiertos con sus mantos, concentrados en su rogativa, muchos con lágrimas en sus ojos. El joven no pudo contener su emoción. Se sintió integrado a la colectividad. Sacó su Talit blanca y se cubrió con ella. Tomó en sus manos el libro de Tefila (rezos) y lo abrió. Entonces estalló en llantos y clamó: “Oh Di-s, no puedo ni leer ni hacer mi oración. Soy un pobre judío perdido. Dame la posibilidad de rezar y retornar a mis hermanos.
 
La desesperación del joven llegó hasta las alturas y las puertas del Cielo se abrieron para recibir su oración.
 
Cuando el Baal Shem Tov acabó su relato, todos los asistentes tenían lágrimas en los ojos y pensaban con conmiseración en todas las almas perdidas de Israel y que Di-s en su misericordia hace retornar.
 
 
– Extraído de Maase Abot “Relatos Jasídicos”, Edit. Benei Sholem –
 
(Gentileza de www.tora.org.ar)

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