Manos sucias, servicio Divino – Parashat Toldot

“E Isaac cavó de nuevo los pozos de agua que habían cavado en los días de Abraham…” (Génesis 26:18)

En la era de la hi-tech y las start-ups, la gente frunce la nariz cuando se trata de labores manuales, y en especial si hay que ensuciarse las manos. Entonces ¿por qué la Torá enfatiza que el mismo Isaac llevó a cabo las dura labor de cavar los pozos? ¿Acaso es algo tan elogioso? ¿Dónde estaban todos sus sirvientes?

Prologuemos la respuesta con una historia de la Guemará (Tratado Critot 28b): una voz Celestial proclamó el destierro de Isajar ben Barkai, el Sumo Sacerdote del Templo Sagrado, porque usaba guantes cuando preparaba un sacrificio ritual, para evitar que se le ensuciaran las manos con toda la sangre y los despojos de los animales. Con sus acciones, estaba demostrando que despreciaba el servicio Divino, y que sentía que no estaba a la altura de su propio prestigio y aspecto. Isajar ben Barkai no percibía los sacrificios rituales ordenados por Hashem, sino únicamente sangre y tripas. A diferencia de nuestro antepasado Isaac, él no estaba dispuesto a ensuciarse las manos por nada ni por nadie, ni siquiera por Hashem.

Hashem le ordena a Isaac: “Habita en esta tierra”. En otras palabras, establécete aquí y no te vayas de aquí por ningún motivo. Hashem le transmitió a Isaac la importancia de establecerse en la Tierra de Israel, pues esa era la Tierra Prometida que Él personalmente había reservado para el Pueblo Judío. Si bien en otros pasajes la Torá menciona en forma específica que los sirvientes de Isaac llevaron a cabo ciertas tareas y cavaron ciertos pozos, la Torá es muy precisa al afirmar que “Isaac plantó en esa tierra” (Génesis 26:3) y que él solo cavó los pozos, tal como dice en nuestro versículo. Aquí aprendemos una tremenda lección: Isaac no se considera a sí mismo el santo Akedá que estuvo dispuesto a sacrificarse a sí mismo en el altar y que por lo tanto está exento de toda labor mundana. De ninguna manera!! Él preparó en forma personal las bases para el asentamiento de sus descendientes en la Tierra Santa.

El accionar de Isaac nos enseña dos lecciones muy importantes: primero, la importancia de asentarse y construir nuestra Patria. Segundo, que nada es despreciable cuando se trata de cumplir una mitzvá. Tal como saben perfectamente los mohalim (que realizan la circuncisión) y los shojatim (que sacrifican ritualmente los animales), llevar a cabo las más exaltadas mitzvot uno a veces necesita ensuciarse las manos. Por lo tanto, no debe sorprendernos que la Guemará cuente otra historia más de otra voz que se oía en el Templo Sagrado (ibíd. 12), esta vez alabando a uno de los sacerdotes: “Ábranse, oh Portones Celestiales, y dejen que entre Yojanan ben Narbai”. La Guemará cuenta que Yojanan ben Narbai poseía una capacidad inmensa para comer: de postre, se podía comer como 50 kg de carne. ¿Cómo es que la voz Celestial alabara a un “glotón” semejante? La Guemará nos cuenta que Yojanan ben Narbai no comía para su propio goce, sino que comía para que la carne de los sacrificios no fuera a parar al tacho de basura y no fuera tratada con desprecio.

El Rey David se ensució de muy buena gana las manos en el servicio de Hashem. La Guemará nos cuenta que se ganó el título de “piadoso” porque repetidamente se ensuciaba las manos con sangre, pues él personalmente chequeaba las telas de bediká a fin de “purificar la mujer para su marido”.

Todos nosotros estaríamos más que dispuestos a ensuciarnos las manos si tuviéramos que cavar un pozo lleno de diamantes. Pero cada mitzvá que hacemos, por más pequeña o insignificante que pueda parecer, vale infinitamente más que el diamante más caro. ¡Afortunados de nosotros!