El Caso del Rabino de Hospital

El otro día mi madre tuvo que ser internada de urgencia. Eran las seis de la tarde de un viernes y todavía faltaban varios estudios para…

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Judi Rimon

Posteado en 05.04.21

El otro día mi madre tuvo que ser internada de urgencia. Eran las seis de la tarde de un viernes y todavía faltaban varios estudios para…
 

El caso del rabino de hospital

A todos los que en algún momento de nuestra vida decidimos seguir el camino de la Torá nuestras familias o amigos nos vieron como locos, como si nos hubiesen lavado la cabeza o como parias de la sociedad dando el último manotazo de ahogado. Nos preguntaron por qué de golpe todo lo teníamos que hacer así o asado, por qué nos vestimos así o por qué comíamos asado.
 
A veces a mi me daban ganas de señalarles la incoherencia de esperar una justificación profunda si para ellos el “se me dio la gana” o el “hice lo que sentí en el momento” autoriza cada uno de sus actos, pero otras veces tengo ganas de contarles que la pregunta íntima que yo me hago es la inversa, ¿cómo ellos se las arreglan para vivir sin Torá?

El otro día mi madre tuvo que ser internada de urgencia. Eran las seis de la tarde de un viernes y todavía faltaban varios estudios para determinar si debía quedarse en el hospital o si podía ser dada de alta. Así que allí estaba yo, la víspera de Shabat, angustiada sin saber qué hacer. Y de pronto me di cuenta de que vivo en Jerusalén, que estoy rodeada de santidad, y que sólo tenía que descubrir en qué rincón de ese edificio se escondía.
 
Antes de la hora del encendido de velas ya había ubicado al Rabino del hospital y cuando llegué al lugar indicado, la esposa del Rab con habilidad de psicoanalista se interiorizó de mi situación y me indicó un lugar para encender velas entre niños correteando y aroma a comida casera. Así que en vez de sentirme sola y abandonada, (lo que seguramente habría sucedido si no hubiese localizado al Rabino) por un instante me sentí en mi casa. Como yo no podía quedarme a compartir con ellos la cena de Shabat (a la que acude cualquier persona que quiera), la Rabanit me preparó una bolsa que contenía todo lo necesario para una seudá (comida) individual. Así que en la silenciosa sala de espera, mientras a mi madre le realizaban un ultrasonido, en vez de comerme un paquete de papas fritas de máquina expendedora (como hubiese hecho otro día de la semana), me reconforté con una cena caliente.

Cuando dijeron que mi madre debía quedarse internada me di cuenta de que tenía otro problema: No podía volver sola a esa hora por calles peligrosas (debía pasar muy cerca de un barrio árabe). El Rab ya me había preparado una habitación para que pasara la noche, pero yo quería volver a mi casa.
 
Todos de una u otra manera sabemos que la enfermedad cambia el mundo del enfermo y de su entorno, pero lo que yo no sabía es la insensible burocracia que lo rodea. Todas las diligencias (¿Diligencias? ¿Acaso las hago en carreta?) que me han tocado en los últimos tiempos me han enseñado que los empelados de la salud lo primero que pierden es la sensibilidad. No crean que estoy esperando que la persona detrás de la ventanilla llore conmigo o me tienda un abrazo, pero de ahí a transformarse en un robot impresor de documentos hay un largo trecho, así que si hubiese tenido que resolver esa situación frente a un escritorio ya me imagino cuál hubiese sido la respuesta, pero por suerte del otro lado estaban el Rab y su esposa quienes valoraron la necesidad de estar con mi familia y que pusieron en marcha el plan B: alguien tendría que acompañarme.

Las leyes de Ijud prohíben que un hombre y una mujer (que no estén casados) se queden solos en un lugar donde las demás personas no puedan llegar, ya sea un lugar cerrado o una calle oscura. En ciertos casos se aplica esta ley incluso cuando hay un hombre y dos mujeres o dos hombres y una mujer. Por lo tanto, yo no podía volver con un hombre, ni con dos, así que el Rab designó a tres bajurim (muchachos jóvenes) que van a ayudarlo con la seudá, para que me escolten hasta mi casa. Durante la caminata (unos pasos por detrás de mis compañeros) me fui recomponiendo con el aire fresco, y pensé en lo afortunada que era, que en vez de estar llorando en un taxi estaba caminando bajo un cielo estrellado luego de una exquisita cena, y que en vez de llegar a mi casa como un sobreviviente, llegaba como un ser viviente.

Y eso se lo debía a la Torá, y a quienes trabajan para HaShem. Podríamos decir que el Rab quien cada viernes lleva a su familia a pasar Shabat entre enfermos y parturientas hace un trabajo administrativo, porque, tal como lo hizo conmigo, esa noche tuvo que resolver otros problemas, pero quien vive de acuerdo con la Torá sabe quién es el Jefe, elige ser partícipe en el plan Divino y logra, por ejemplo, trasformar un hospital en hospitalidad.
 

(Gentileza: El Sabor del Rimon)

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