Las Cicatrices de los Cantonistas

“¿Usted me quiere decir que a pesar de todos los años de guerras, sufrimientos y dificultades, jamás se olvidó de que era judío?”.

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Rabino Lazer Brody

Posteado en 05.04.21

Antes de fallecer, en el año 1810, Rabí Najman de Breslev advirtió que en el Tribunal Celestial se había firmado un terrible decreto en contra de los judíos de Rusia y países vecinos, pero que él había logrado postergarlo por lo menos una década. Se trataba del terrible decreto contra los jóvenes judíos de conscripción forzada al ejército ruso durante 25 años. Este decreto entró en efecto en el año 1827, dos años después de que el infame Nicolai fue coronado Zar.

El período de 25 años se iniciaba recién a los 18 años, pero muchos jóvenes judíos eran arrancados de sus hogares a la tierna edad de nueve años, siendo entonces forzados a las escuelas “cantonistas”, donde se los volvía a educar, se los bautizaba a la fuerza o se los torturaba a que realizaran labores forzadas. Muchos de ellos ni siquiera llegaron a cumplir dieciocho años. Todo esto era por orden del Zar Nicolai, que odiaba encarnecidamente a los judíos y quería o bien convertirlos o bien matarlos.

Casi cien mil jóvenes judíos sufrieron bajo el sistema cantonista. De esa cantidad, la amplia mayoría murió o desapareció en condiciones de una crueldad indescriptible. En varios lugares de su obra Likutey Halajot, Rabí Natan lamenta el destino de los cantonistas y Le ruega a HaShem que rescinda este decreto tan cruel. En 1855, diez años después del fallecimiento de Rabí Natan, y a causa de la muerte del Zar Nicolai, los decretos cantonistas fueron mitigados hasta cierto punto, si bien la conscripción forzada continuó hasta comienzos del siglo XX.

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Se cuenta que una vez el Jafetz Jaim, Rabí Israel Meir HaKohen Kagan, iba viajando de una ciudad a otra, acompañado por uno de los rabinos más jóvenes de su yeshivá de la ciudad de Radin. En el camino, ambos pasaron la noche en un kretchme, o sea, una posada, cuyo dueño era un individuo muy temeroso de Dios que servía comida con el más alto nivel de kashrut. Él y su mujer preparaban ellos mismos toda la comida que servían. Los huevos provenían de sus propias gallinas y la leche la ordeñaban de su propia vaca. Además horneaban su propio pan y hasta cultivaban sus propias papas, zanahorias y remolachas.

En un rincón de la posada estaba sentado un hombre de aspecto tosco, que tenía varias cicatrices en el rostro e iba vestido con ropa sucia y desgarrada. El hombre dio un golpe en la mesa y gritó en un pesado idish (idioma de los judíos) con acento ruso: “¡Tráiganme conmida!”. Su voz resonó como un estruendo en la posada. Todos los demás huéspedes sintieron una mezcla de terror y repugnancia por aquel hombre.
El posadero le sirvió al Jafetz Jaim una canastita con pan y una jarra de agua. El Jafetz Jaim, con los ojos llenos de compasión, le preguntó al posadero: “¿Quién es ese hombre sentado en el rincón?”.

“Rebe, no se le acerque”, le advirtió el posadero, “pobre… él fue cantonista más de veinticinco años en el ejército ruso. Con el tiempo se volvió un hombre tosco que se la pasa gritando. No sabe hablar: solamente sabe rugir. A mí no me queda otra opción más que soportarlo, porque tengo miedo de que si no le doy de comer, me va a tirar abajo la posada. Rebe, hágame caso, no se le acerque. Estoy seguro de que es muy peligroso. ¿Quién sabe a cuántas personas mató con sus propias manos?”.

El JafetzJaim no percibió nada de tosquedad ni de brusquedad en el pobre judío ruso. Solamente vio un alma judía manchada tratando de brillar. El sabio se puso de pie, se acercó a la mesa del hombre y se sentó. Y le dijo cálidamente: “Shalom aleijem, me llamo Israel Meir. Y usted ¿cómo se llama?”.

El hombre, sorprendido, aceptó la mano extendida del sabio y le respondió: “Aleijem hashalom, Rebe, me llamo Grigory, pero mis padres me llamaban Grisha, que es en realidad la versión en idish de Guershon. Fuera de eso, no recuerdo mucho de mi infancia, porque mi padre murió cuando yo tenía nueve años y me secuestraron para que entrara al ejército de cantonistas cuando tenía diez años. Hace diez años me dieron de baja, cuando tenía 43…”.

“¿Y luchó en todas las guerras?”.

“En todas y en cada una, y como testigos tengo todas estas cicatrices”. Mostrándole el hombro, el hombre añadió: “Y tengo muchas más cicatrices por haberme resistido a todos los que trataron de bautizarme. La verdad es que yo no soy muy judío que digamos, después de tantos años sin comer comida kasher y sin observar ni Shabat ni las fiestas, pero en ningún momento acepté convertirme”.

El Jafetz Jaim no pudo contener las lágrimas y le dijo: “¿Usted me quiere decir que a pesar de todos los años de guerras, sufrimientos y dificultades, jamás se olvidó de que era judío?”.

“Jamás, Rebe”.

“Tengo que confesarle que usted es muchísimo más justo que yo”, dijo el Jafetz Jaim.

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Hace un par de semanas vi a dos jóvenes de aproximadamente 17 y 18 años burlándose de un judío ruso que estaba leyendo el rezo de Kadish de una transliteración rusa y teniendo dificultad para pronunciar las palabras. Uno de los jóvenes le dijo al otro con tono arrogante: “Mira cómo ese ignorante no sabe pronunciar el Kadish”.

Yo no me pude quedar callado, así que fui y les dije a los dos que no me parece que el Jafetz Jaim o Rabi Najman de Breslev habrían reaccionado de esa forma. Además, el ruso no nació en una familia observante de Bnei Brak ni en Boro Park. Quién sabe dónde estarían ellos si hubieran nacido en las mismas circunstancias en las que nació el pobre ruso?

El Rabino Arush dice todo el tiempo que la peor forma de arrogancia es cuando un judío siente que es mejor que otro. ¿Quién está dispuesto a ir a decirle a HaShem que no le caen bien Sus hijos o que él piensa que él es mejor que ellos?

Aquel que estudia Torá pero se siente superior a otros, no sólo que su Torá no vale de nada sino que le resulta nociva.

Para que pueda venir el Mashíaj todos tenemos que tratar de poner fin a todo este odio y este sentimiento de superioridad. ¡Y que podamos siempre ver lo bueno en los demás! ¡Amén!

 

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