Permiso para ser feliz

“Solamente quiero ser feliz”, le dije llorando. Mi padre se enfureció “¿Quién te da el derecho de ser feliz?”. Yo me negué a responderle, porque no entendí la pregunta

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Yehudit Channen

Posteado en 17.03.21

Durante mi infancia, la felicidad no era algo que podíamos dar por sentado. Mis padres eran hijos de inmigrantes que habían escapado de los pogroms de Rusia a una vida en la que sufrirían todo lo que habían perdido.

 

Al igual que muchos niños judíos de mi generación, me crie en un hogar cargado con el bagaje emocional de varias generaciones.

 

Mi mamá parecía ser más feliz que mi papá, siempre ocupada con la cocina y con sus distintos hobbies. Pero mi papá siempre nos causaba ansiedad con sus silencios y sus repentinos ataques de ira. Nunca sabíamos en qué grado estaba de su propia escala Richter y cuál sería el desencadenante de su próxima explosión.

 

Un domingo a la tarde, mi hermano y yo estábamos corriendo por la casa jugando a la mancha. De repente, papá nos llamó al living y nos dijo que nos sentáramos a mirar lo que había en la televisión. Nosotros nos sentamos muy nerviosos y nos confrontamos con las espantosas y horripilantes imágenes de Auschwitz. Yo comparé todo el sufrimiento de esas pobres víctimas con nuestros juegos frívolos y sentí que se me reprochaba mi tontería. Cuando terminó la película de Auschwitz, ya no volvimos a jugar.

 

En cierta ocasión llegué a casa con un boletín de calificaciones especialmente bueno pero en vez de recibir los elogios que esperaba, mis notas fueron aprovechadas para reprender a mi hermano menor, que no había traído un buen boletín. Yo miraba mortificada cómo la causa de mi felicidad se transformó en el arma para herir a otra persona.

 

En mis últimos años de adolescente sufría la usual angustia de tratar de encontrar sentido a mi vida y aclarar lo que quería. Tenía amigos, tenía un auto, tenía un trabajo, pero en términos generales me sentía triste. Mi papá advirtió mi continuo mal estado de ánimo y un día, exasperado, me preguntó: “Pero qué es lo que quieres?”.

 

“Solamente quiero ser feliz”, le dije llorando. Mi padre se enfureció “¿Quién te da el derecho de ser feliz?”. Yo me negué a responderle, porque no entendí la pregunta y porque entendí que él no esperaba una respuesta.

 

Muchos años más tarde sí encontré la receta para la felicidad y desde entonces la pongo en práctica. Los principales ingredientes son: Torá, mitzvot y muchísima emuná. Pero hasta que no me puse a estudiar la sabiduría de Rabí Najman mi felicidad no evolucionó. La primera vez que encontré uno de esos libros fue hace diez años, cuando mi hija estuvo en coma. Por esa época, mi felicidad se había tomado una larga licencia. Un mañana, en el mes de Adar (cuando de acuerdo con la Torá, la felicidad aumenta), me encontré con un antiguo alumno de mi marido que había sido dado de alta del hospital después de varios meses de quimioterapia. Hablamos durante un rato y él me dio el libro Cruzando el Puente Angosto. “Quiero que tengas esto”, me dijo. “Te puede cambiar la vida”.

 

Ese libro me llevó a otra dimensión. Aprendí que la felicidad es tan importante para servir a Dios y tan esencial para vivir una vida espiritual que de ser necesario debemos hasta forzarnos a nosotros mismos a sentirnos felices.

 

Esto era un total repudio a todo lo que había aprendido de niña. Recuerdo que solía sentirme culpable si me sentía demasiado contenta, porque ¿cómo podía estar contenta cuando había otra gente que sufría? Tal vez el hecho mismo de que yo fuera feliz podía causarle dolor a otra persona!  Estar triste era ser compasiva; era una señal de sensibilidad y de abnegación.

 

Pero ahora aprendí que no sólo que está bien ser feliz aunque los demás estén sufriendo, sino que incluso se me permite ser feliz cuando yo misma estoy sufriendo! ¡No estoy traicionando a nadie! De hecho, estoy ayudando a los demás a ser también felices; los estoy elevando con mi actitud positiva y al emanar buenas vibraciones. Y me estoy transformando una vasija para recibir las bendiciones Divinas, además de alegrar a Dios al ser una hija contenta y satisfecha con lo que tiene.

 

Para mí, que solía ponerme nerviosa cada vez que me sentía bien, esto fue algo muy liberador. Era el permiso que necesitaba, la evidencia Divina que decía que yo no era culpable por disfrutar de la vida! Hashem nos manda servirlo con alegría y nos da el permiso –y de hecho, la obligación— de ser fleices. Hashem nos muestra el camino, nos da la libertad y nos da el derecho.

 

Yo amaba a mi padre. Él era un gran pensador y podía ser una persona increíblemente perspicaz. Pero tal vez él me enseñó que ser feliz era una injusticia para con los seres amados que no podían o no querían ser felices. Tal vez él no se permitía a sí mismo tener aquello que no pensaba que merecía. O tal vez tenía miedo de ser feliz porque esa felicidad le podía ser quitada.

 

Si la fuente de nuestra felicidad es nuestra relación con Dios, entonces nunca nadie va a poder quitárnosla. La teníamos antes de nacer, la tenemos ahora, y la tendremos siempre. No es una indulgencia ser felices y no es ninguna ilusión. Es un requisito básico de fe en Dios.

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1. OSCAR SHAMIR LEAL

2/19/2022

Amen dice el Rab Arush que quien esta feliz y es feliz ya esta haciendo la voluntad de HaShem Hakadosh Baruj Hu el Santo bendito sea

2. Javier Solis

2/27/2017

Genial

Shalom a todos! Excelente articulo, me sentí identificado, en algún momento me he sentido de esa manera, ahora se que no debo tener miedo a ser felices pues el creador es lo que quiere, que le sirvamos con alegria. Gracias por el articulo.

3. Javier Solis

2/27/2017

Shalom a todos! Excelente articulo, me sentí identificado, en algún momento me he sentido de esa manera, ahora se que no debo tener miedo a ser felices pues el creador es lo que quiere, que le sirvamos con alegria. Gracias por el articulo.

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