Dando lo Mejor que Tenemos

Es evidente que el éxito en la educación de los hijos no depende de teorías ni de títulos de doctorado...

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Rajeli Reckles

Posteado en 05.04.21

Es evidente que el éxito en la educación de los hijos no depende de teorías ni de títulos de doctorado…

Por lo general, cuando uno habla con la gente sobre el tema de la educación infantil, la gente se siente abrumada. Piensan que uno está tratando de enseñarle toda clase de teorías complicadas que los psicólogos y los pedagogos estudian en los programas de post-grado.

Es evidente que el éxito en la educación de los hijos no depende de teorías ni de títulos de doctorado. El primer y principal elemento en la educación infantil es la educación de los propios padres. El padre debe entender que su principal función en este planeta es rectificarse a sí mismo. Y como tal, si el padre advierte algo torcido en el comportamiento de su hijo, entonces lo primero que debe hacer es un proceso de autoevaluación y de examen de conciencia, ya que el hijo no es más que el reflejo del padre.

Educar significa dar. El padre debe darle a su hijo todo aquello que él quiera enseñarle a su hijo. Por ejemplo, el padre no puede enseñarle a su hijo a que sea generoso y tenga buenos modales si él mismo es tacaño y maleducado. La regla de oro en la educación de los hijos y en la transmisión de valores es: Si lo practicamos, podemos transmitirlo.

Imaginémonos que nuestro hijo es una vasija absolutamente limpia y vacía. Es nuestro deber, en tanto que padres, llenar esa vasija con el mejor contenido posible, incluyendo el intelecto y el carácter. Parafraseando a nuestros sabios, podemos decir que educar a nuestros hijos es como escribir en un papel en blanco.

Detengámonos un momento a reflexionar: ¿acaso alguien puede darle al otro algo que él mismo no tiene? Por supuesto que no. La persona que tiene un billete de diez dólares en el bolsillo no puede darle al otro cien dólares de regalo, por más que quiera. Lo mismo ocurre con la educación de los hijos. El padre o el maestro no puede enseñarle al niño a que tenga buenos modales y buenos rasgos de carácter y que tenga un alto nivel de ética si él mismo carece de estas cualidades tan importantes.

Acá no estamos hablando solamente de exaltados ideales. Si el padre es descuidado con relación a algo tan mundano como la higiene personal, como por ejemplo lavarse los dientes todos los días o bañarse a diario, entonces el hijo también va a ser descuidado en ese mismo aspecto. El padre no puede darle a su hijo aquello que a él mismo le falta.

Y en especial en el ámbito de los logros espirituales, los padres “actores” no tienen éxito. Si el padre quiere enseñarle a su hijo a que ame la Torá o a que tenga temor de Hashem -mientras que él mismo carece de ambos- entonces el hijo no le va a hacer caso. Si el padre pregona el estudio de la Torá mientras que él mismo se pasa todo el día leyendo el periódico, entonces no puede esperar que su hijo estudie y ame la Torá. La Guemará enseña en forma explícita que si la persona tiene irat shamaim -el temor y reverencia a Di-s- entonces los demás acatan sus órdenes. Esta regla talmúdica se aplica en especial en el área de la educación. El padre debe ser sumamente sincero, y debe practicar aquello que pregona- y no simplemente actuar como un actor.

Aquellos padres que fueron criados en familias en las que los padres cometieron graves faltas en la educación de sus hijos muchas veces acaban repitiendo esos mismos errores con sus propios hijos a menos que hagan un esfuerzo muy concienzudo y muy grande por mejorarse a ellos mismos como personas. Por lo tanto, el padre tiene la responsabilidad de formarse a sí mismo como es debido antes de poder formar a su hijo.

Por consiguiente, nuestro desafío inicial en la educación de nuestros hijos es mejorarnos a nosotros mismos. Muy pocos de nosotros tenemos padres perfectos que fueron modelos perfectos en tanto que padres. Todos tenemos defectos. Al rectificar nuestros defectos, estaremos en mejor situación para darles a nuestros hijos.

Según el principio anterior, según el cual la persona sólo puede darle al otro aquello que ella misma posee, ahora podemos entender la famosa anécdota que se cuenta del “Jafetz Jaim” (Rabí Israel Meir Kegan). Y la anécdota es la siguiente: Una vez una pareja le preguntó al sabio Jafetz Jaim que bendijera a su hijo recién nacido para que llegara a ser un gran sabio y erudito de la Torá. Él les respondió que llegaron demasiado tarde. La pareja no podía creer lo que estaban oyendo. ¿Por qué era tarde? ¡Si el bebé tenía apenas un mes de edad! Entonces el Jafetz Jaim les dijo que ellos tendrían que haber ido a verlo veinte años antes. Otra vez la pareja no entendió las palabras del sabio. ¡Veinte años antes, ellos mismos eran dos bebés! Lo que el Jafetz Jaim quería decirles era que ellos mismos no iban a poder darle a su hijo aquello que ellos mismos no poseían. Si ellos querían que su hijo llegara a ser un grande de la Torá entonces ellos mismos debían amar a la Torá y hacer todo lo que estuviera a su alcance por cumplir los preceptos de Hashem.

Los dos fruncieron el ceño, obviamente descorazonados. “No se preocupen”, los consoló el Jafetz Jaim, “Yo solamente quería que internalizaran un principio de gran importancia. Pero si a partir de hoy ustedes hacen lo mejor que pueden por mejorar sus propios rasgos de carácter, entonces su recompensa será doble: verán que tienen éxito en sus propias vidas y al mismo tiempo obtendrán enorme gratificación de todos sus descendientes, quienes irán todos por la buena senda”.

Llegamos entonces a una conclusión sorprendente: el cimiento de la educación de los hiojs es la educación de nosotros mismos como personas. Como dijimos antes: Si lo practicamos, podemos transmitirlo. Todas las faltas que les encontramos a nuestros hijos deberán ser una luz roja para advertirnos que nosotros también tenemos esa misma falta. Por eso, lo mejor que podemos hacer es enfocar nuestra atención en nuestras propias faltas y no en la de nuestros hijos.

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