Leche y galletitas

De pronto tuve una idea. Decidí golpear a la puerta de una casa de la zona y pedir un pedazo de pan

4 Tiempo de lectura

Jenn Safra

Posteado en 04.04.21

¿Hasta dónde puede llegar un pequeño acto de bondad? Decídanlo ustedes mismos después de leer esta historia verídica tan conmovedora:

 

El Profesor Arthur Miles es uno de los mejores cardiocirujanos del mundo. Es un hombre muy rico que dirige un enorme centro médico en los EEUU en el que trabajan un montón de médicos y enfermeras.

 

El Profesor Miles tiene una historia muy especial: “Mi padre falleció cuando yo era un niño muy pequeño. Mi mamá jamás trabajó antes y mi padre era el único que traía un sueldo a casa. Cuando él falleció, al principio pasamos hambre. Mi madre empezó varios trabajos: trabajó de mucama y ganaba una miseria. Trató de mantenernos pero apenas si lo lograba.

 

Una mañana, cuando yo tenía diez años, mi mamá me dijo que iba a tener que ir a la escuela sin comida porque la casa estaba completamente vacía. “Te prometo que cuando vuelvas de la escuela, te voy a preparar una comida muy rica”. Entonces me dio un terrón de azúcar que tenía en casa. “Te va a ayudar a aguantar hasta el final del día”, me dijo. Pero el terrón de azúcar no hizo más que hacerme sentir más hambre y en el recreo sentí que si no comía algo de inmediato, me iba a desmayar. Si bien yo era un alumno sobresaliente y jamás me había perdido una clase, ese día me fui a casa y me metí en una callejuela. Inclusive estaba dispuesto a  buscar en las calles hasta encontrar algo que comer.

 

De pronto tuve una idea. Decidí golpear a la puerta de una casa de la zona y pedir un pedazo de pan. Aquí nadie me conoce, pensé. En cuanto me den el pan, me voy corriendo. La primera casa a la que llegué tenía dos puertas. La puerta de la derecha tenía una gran pintura de un tigre muy feroz, así que elegí la puerta de la izquierda. En esa puerta había un cartelito que decía “Maurice Jackson”. Di unos golpes suaves, pensando que me iba a abrir la Sra Jackson, a quien me imaginaba como una mujer enorme con un delantal blanco. El corazón me latía como loco. Golpeé otra vez más. Para mi sorpresa, la puerta la abrió una niña de mi edad, muy pálida y ojerosa, que se sorprendió mucho al verme: “Pensé que era el cartero”, me dijo. “Y quién eres tú?”, me preguntó enseguida.

 

“Tengo sed” le dije, porque me daba vergüenza pedir pan. Tal vez ella vaya a mi escuela. “Puedes darme por favor un vaso de agua?”.

 

La niña me miró y me dijo con una sonrisa: “A la mañana bebemos leche”. Entonces fue corriendo a la cocina y volvió con un vaso de leche y un platito con cuatro galletitas. “Comemos una galletita cuando bebemos leche”, declaró ella con una encantadora sonrisa mientras me daba el plato. Me quedé atónito. Las manos me temblaban cuando tomé la leche con las galletitas. Ella se presentó mientras yo bebía: “Me llamo Rosalyn. Y tú cómo te llamas?”.

 

Yo eludí la pregunta y en cambio le pregunté: “¿Qué haces en casa a estas horas?”

 

“Estoy enferma!”, me dijo ella. Yo le deseé que se curara muy pronto, mientras me devoraba la cuarta galletita y rápidamente volvía a la escuela sin haber revelado mi nombre.

 

Pasaron muchos años. Yo me gradué con honores y recibí una beca de un fondo de excelencia que usé para estudiar medicina. También en eso fui un alumno sobresaliente y finalmente abrí un centro médico de gran envergadura. Hoy en día soy un famosísimo cardiocirujano. Tengo una mujer maravillosa, que también es médica, y tenemos tres hijos. Cada vez que llegan nuevos pacientes a mi centro médico, primero se los somete a un extensivo chequeo y entonces el plantel médico emite su opinión para encontrar el tratamiento más adecuado. Entonces me presentan el caso para aprobación. Resulta que una mañana llegué a mi consultorio y vi en la mesa un nuevo registro médico. En la parte superior de la hoja decía “Rosalyn Jackson”. Enseguida me sonaron campanitas en la cabeza. Después de todos esos años, jamás había olvidado a esa niña tan amable que me había saciado el hambre voraz. Enseguida fui a la cama de aquella enferma y la vi acostada muy pálida, conectada al respirador.

 

“¿De dónde es usted?”, le pregunté. Ella mencionó el nombre del barrio residencial en el que yo me había criado. “Cuál es el nombre de su padre?”.

 

“Maurice Jackson”, me respondió sin fuerzas. Entonces se le dibujó una tenue sonrisa en el rostro, que me hizo acordar de la sonrisa que había visto aquella mañana.

 

“Yo me encargaré del caso!”, les dije a los médicos de plantel, que se quedaron obviamente muy sorprendidos, porque nunca antes había hecho algo similar.

 

 Rosalyn pasó a ser mi paciente privada. Me encargué de todas sus necesidades y me cercioré de que recibiera los médicos más expertos y además les pedí a las enfermeras que jamás se apartaran de su cama y siempre se encargaran de proveerle todas sus necesidades. Les dije que me podían llamar a cualquier hora del día si era necesario. Cuando Rosalyn se curó, pidió la cuenta y recibió un detalle de todos los gastos, que sumaban 53.000 dólares. Pero debajo de todo decía: “El importe ya fue pagado hace 50 años con un vaso de leche y cuatro galletitas riquísimas”.

 

Enseña el Rey Salomón: “Arroja tu pan a las aguas, porque lo encontrarás después de muchos días” (Kohelet 11:1). Uno invierte en un lugar. Uno hace una buena acción en un confín de la Tierra y Hashem dirige el resultado de esa acción directamente a esa misma persona. No lo dudes ni lo pienses dos veces. ¡Haz una buena acción todos los días!

Escribe tu opinión!

Gracias por tu respuesta

El comentario será publicado tras su aprobación

Agrega tu comentario