Paciencia de posgraduación

Y como dijo Rousseau, “La paciencia es amarga, pero sus frutos son dulces”. Es verdad. Yo lo vi con mis propios ojos.

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Yehudit Channen

Posteado en 17.03.21

La paciencia jamás fue uno de mis puntos fuertes. A menos que esté totalmente ensimismada, me cuesta mucho leer un libro entero o escuchar toda una clase o toda una conversación.

 

Cuando conocí a mi marido, yo no podía creer el tiempo que él tardaba en terminar una oración. Cada vez que contaba un chiste, yo mentalmente me estaba trepando por las paredes hasta que llegaba a la parte cómica. Y si tardaba más de dos segundos en entender lo que yo le quería decir, yo sentía que me volvía loca.

 

De hecho, soy tan pero tan impaciente que ya quiero haber terminado de escribir esto para que pueda releer lo que escribí.

 

Pero la verdad es que con el paso de los años fui desarrollando más paciencia. Eso es lo que aprendemos de la vida. Hacen falta nueve meses para que el bebé pueda nacer. Uno tarda años en criarlos. Hace falta mucha paciencia para hacer una y otra ver los mismos quehaceres hogareños. Hace falta paciencia para formar un negocio, para estudiar, para acercarse a Dios. Y así tiene que ser, pero para la gente como yo, es un poco más difícil.

 

Con el tiempo, aprendí a relajarme y dejar que Dios estableciera el ritmo. Y como dijo Rousseau, “La paciencia es amarga, pero sus frutos son dulces”. Es verdad. Yo lo vi con mis propios ojos.

 

Estoy sentada en los escalones de entrada, llorando. Ha sido un año muy difícil financieramente y acabamos de registrar a nuestros cinco hijos para el campamento de verano. Estoy feliz por eso pero quedarme en casa varada con cuatro niñitas para todo el verano tampoco va a ser fácil. Hace ya años que no tengo vacaciones verdaderas y me lleno de envidia cuando veo a los vecinos empacando y yéndose al aeropuerto. Van a ver a los abuelos en los EEUU todo el verano, como hacen todos los años. Yo sé que hago mal en sentir envidia y dentro del corazón les deseo un viaje seguro. Pero me duele. No he visto a mi familia en años y extraño a mi mamá. Soy un montón de frustración y auto-compasión.

 

Mi marido se sienta al lado mío. “¿Qué te pasa, querida?”, me pregunta.

 

Yo lo miro y él ve mi aflicción. Yo sé cuánto se esfuerza él en proveernos el sustento a todos y cuánto me ama. Yo saco todo lo que tengo guardado en el corazón y le digo lo difícil que me resulta pasar cada verano clavada en casa.

 

Le digo: “Sabes, siempre soñé con viajar. Siempre quise conocer el mundo”.

“Y vas a viajar” me promete él. “Un día vamos a viajar por todo el mundo. Te lo prometo”.

 

Debo haberlo mirado con escepticismo, porque entonces me dijo:

 

“De veras! Me crees, no es cierto?”

 

“Sí, te creo”, le mentí. “Te creo”. Quería creerle.

 

Veinticuatro años más tarde, en un lluvioso día de invierno, mi marido recibe una llamada de teléfono. Ahora ya vivimos en nuestro propio departamento y nuestra situación financiera ha mejorado. Hasta hemos logrado pagar siete bodas.

 

“¿Quién era?”, le pregunto. Veo que mi marido está muy entusiasmado. Me dice que acaban de ofrecerle un puesto de trabajo como mashguíaj (supervisor de Kashrut) en  varias ciudades de Europa. Y dijeron que podía traer a su esposa.

 

¿Y qué pienso yo de eso? ¿Acaso no me había prometido que me iba a llevar a ver el mundo? (Sí, tardó un rato. Y qué?).

 

Mientras yo me pongo a bailar como una loca en el living, él me dice: “Eh.. para un momento, va a ser recién en el verano. ¡Cálmate!”.

 

Yo saco las valijas de debajo de la cama y le digo: “Sí, por supuesto, puedo esperar. ¡Tengo un masters en paciencia!”.

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